Este blog es un pequeño homenaje a la pintura de mi padre, Fernando Rivero, por la que siento una profunda admiración.
Alberto Rivero.
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Crítica


http://fernandoriveroramirez.com/commentary/default.htm

Comentarios del trabajo de Fernando Rivero:

Antonio Manuel Campoyescribe en "ABC de las Artes": Resulta asombroso. Asombroso, sí, porque la admiración extremada que su mano suscita, asusta un poco. Así es la impresión repentina que sorpresivamente nos causan estos cuadros de un realismo tan vivo, tan perfecto, tan exactamente pictórico. Lo exactamente pictórico es todo lo contrario de lo fotográfico. Todo lo virtuosístico, cuando no tiene truco, nos asombra: la mano de Brueghel de Velours, las de Arthur Rubinstein y Mstislav Rostropovich, la de Sánchez Cotán, la mano ésta de Fernando Rivero, que es capaz de trasladar a la pintura la vida literal de unos frutos, de unas flores, unos utensilios remansados en sus imágenes exactas, las calidades  de los paños, de la madera, de los metales del cristal. Un riguroso estudio de calidades es, por una parte, el ejercicio virtuosístico de Fernando Rivero; pero es algo más: es la conversión en pintura de todo eso, llevada a cabo por medio de una perfección dibujística absoluta, es una dicción meticulosa y vivaz, infundiendo en la forma el color mismo que las cosas tienen, renunciando a cuantos efectismos podrían desvirtuar la exactitud del bodegón (que aquí debe llamarse «naturaleza viva», en oposición a la «naturaleza muerta» en que degeneró el gran género). Tenemos los ojos acostumbrados a la pintura realista (desde la rosa Tudor de Moro al salmón de Luis Eugenio Meléndez), y precisamente por ello nos asombra la vida del realismo de Fernando Rivero, tan lejos, por fortuna, del «rigor mortis» del hiperrealismo.
En efecto: «Nadie, entre nosotros, puede hacer lo que hoy hace Fernando Rivero. Se puede, claro que sí, falsificarlo, es decir, hacer fosilizadas copias de las cosas. No parece posible captar la forma y el color esencial de la cosas a la manera que lo hace Fernando Rivero». Por eso, cuando veo una exposición del maestro me llevo la sorpresa de siempre, me asombro como siempre y digo lo de siempre: nadie toque estas cosas que no sea este pintor.
Antonio Morales, director de la revista "Correo del Arte" y miembro correspondiente en Madrid de la Real Academia de Bellas Artes de San Telmo escribe que".. .Yo siempre he dicho, y me reafirmo al contemplar lo realizado para esta su última exposición en la Galería Sokoa, que Fernando Rivero es el más grande bodegonista, o pintor de naturalezas muertas, que ha dado España desde que nos asombraran las de Sánchez Cotán, Zurbarán, Valdés Leal y, más tarde Luis Eugenio Meléndez ."
Manuel Augusto García Víñolas, prestigioso crítico y escritor, afirma que "ha preferido dejar a las cosas en lo que son, limpias de toda anécdota convencional, a solas en su íntegra evidencia que se adelanta hacia el espectador con un impresionante autoridad desde un fondo, siempre en negro, que respalda a la imagen en el cuadro. Este silencio que guarda la perfección de una figura impasible tiene ya de por sí una extraordinaria elocuencia. La apariencia real de las cosas fijadas en el lienzo por Fernando Rivero ya no pueden dar más de sí. El realismo ha sido estirado al máximo. Su pleno dominio de la forma le permite al pintor no negarle nada - arruga o mancha o sombra - a la naturaleza propia de las cosas. Pero sería negarle nosotros a ese dominio su mejor victoria si no añadimos que, al otro lado del respetable asombro que produce siempre la verosimilitud de una imagen, se levanta una como religiosa emoción estética ante la obra bien planteada, que nos hace olvidar, incluso, la perfección formal de donde procede".
Mario Antolín, miembro correspondiente de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando y presidente de la Asociación de Críticos de Arte de Madrid, añade que "Rivero es un pintor pleno de calidades y de dominio de su noble oficio, que canta en cada óleo la sencilla humildad de lo pequeño. Su realismo, de raíz española...no se funde en la niebla borrosa del recuerdo ni enturbia sus perfiles con el ensueño más o menos forzado de su mundo interior. Rivero se limita a trasladar al lienzo, convertida en pintura, la realidad de las pequeñas cosas, que a la fuerza de ser vistas jamás hemos mirado, y nos descubre en ellas una suave belleza que nosotros, que no somos artistas, no habíamos sabido descubrir. Pero lo que, a mi juicio, da calidad auténtica a la obra de Fernando Rivero es que esa realidad que nos ofrece no es una copia de la realidad que nos circunda, sino una inteligente, poetizada y clara realidad pictórica".
George W. Staempfli, galerista, con motivo de una exposición de pinturas de Fernando Rivero en Nueva York, escribió que "pinta naturalezas muertas y bodegones con objetos de la vida cotidiana, frutas y flores, con un meticuloso realismo. Existe un perfección miniaturista en ellos produciendo un efecto tridimensional ilusorio," trompe L´oeil", que se concentra con delicadeza en los detalles más diminutos, en cada fibra, en cada destello de color. Sus naturalezas muertas forman parte de siglos de vieja tradición que empezó en el siglo XVII con Caravaggio hasta alcanzar su máximo desarrollo con Baugin, Velázquez y Zurbarán. Aunque la obra de Fernando Rivero tiene un fuerte sabor de Realismo español, la raíces de su forma de ver las cosas, se remontan a los artistas italianos y flamencos de los siglos XVII y XVIII Quizás la influencia más fuerte y más importante es la obra de Zurbarán, cuyas composiciones, aparentemente casuales, la utilización de destellos de luz para hacer resaltar zonas de colores resplandecientes sobre fondos misteriosos y oscuros, son típicos también de la obra de Rivero, Ambos pintores logran una representación pictórica coherente gracias a la cuidadosa combinación de colores y formas, y al equilibrado contraste entre las zonas sombreadas y los repentinos destellos de luz".
José Pérez Guerra, director de la revista "El Punto de las Artes", por su parte escribe que "es un artista que ha asimilado técnicas y criterios v ha puesto el testigo de las resoluciones un poco más lejos y pinta con una pureza pocas veces vista, una pureza que se inicia con el boceto. Con el dibujo, con ese sentido de la proporción que hace brotar formas en el espacio que van configurando composiciones con aire armónico. No se va al tema monumental,fácil a la retórica; ni a querer explicarnos las abstracciones que están en todo ser pensante; tampoco necesita recursos barrocos para mejorar, como una especie de notas del autor, un discurso recargado, farragoso o simplemente vacío..."
Y por último con motivo de una nueva exposición en Madrid, en el diario Cinco Días: "Sus fondos oscuros y neutros resaltan esas naturalezas muertas de pocas piezas (un jarrón de flores, un cesto de limones, una balanza con uvas o unas cuantas mandarinas, por ejemplo), siempre bien descritas y centradas sobre la tela. Sus certeras y precisas pinceladas cuidan con detalle cada milímetro del cuadro..."
Antonio Manuel Campoy, el crítico de Arte que más ha escrito sobre Fernando Rivero y que ha prologado los catalogos de muchas de sus exposiciones, escribe: "Hay géneros pictóricos a los que es fácil acceder por la vía de la simulación. Otros géneros, en cambio, guardan su identidad tan rigurosamente que no es posible falsificarlos, y aproximarse a ellos como aficionados o imitadores es tan peligroso como jugar con pistolas cargadas. Este del "bodegón" (cuya variedad de contenidos acaba haciendo inexpresivo su nombre), por ejemplo, ha sido uno de los géneros pictóricos más arduos y, paradójicamente, más manoseados por los menos capaces. El bodegón, la naturaleza muerta, se propuso siempre como un modelo del natural para realizar en él un estudio de calidades, con independencia de la significación simbólica que también puedan tener, y así es como hay que entender las obras de un Brueghel de Velours, de un Sánchez Cotán, también de un Antonio de Pereda, de un Meléndez, en los que las posibilidades de lo sensual van desde lo más lujurioso hasta lo más sobrio, a lo más austero.
Para acceder a este dificilísimo género es necesario tener manos de virtuoso, como las del violinista y el cirujano. El sólo dibujo y un colorido convencional no puede ni emparentarse siquiera con este género, cuya esencialidad es la de traducir a pintura las calidades de las cosas. Por eso resulta disparatado que a Fernando Rivero le salgan tantos imitadores, que al no estar dotados del virtuosismo pictórico del maestro se quedan en la epidermis del tema, en la cascara del asunto compuesto, sin poder alcanzar nunca la hondura jugosa de las calidades, milagro (milagro es la sorpresa de lo inusual) que caracteriza las obras de Fernando Rivero. Obras, cuadros, en que las cosas trasladan a la pintura la viveza natural o la nostalgia que portan (frutas, utensilios de ayer que acarician nuestra memoria), por lo que son más, mucho más que meras apariencias.
Ahora, al reencontrar la obra de Fernando Rivero, la encuentro más exenta, menos necesitada de auxilio del "trompe l´óeil", pues lo que el pintor hace es dejar que las cosas sean en sus cuadros lo que son antes de ser pintura, sin trampantojos. Lo que ocurre es que la pintura, al traducir las cosas, las informa de una personalidad (de una humanidad) que antes no tenían, porque eran neutras, genéricas, y al convertirse en pintura se individualizan, se tornan personales. Son, por decirlo así, como espejos que reflejan la sensibilidad (del alma) del pintor. Decía Oscar Wilde que todo retrato lo es más del pintor que del modelo. Como estas cosas que pinta Fernando Rivero, que tan son él mismo que no sería posible que se las transfiriesen a otros, y por ello mismo Fernando Rivero no tiene discípulos, sino imitadores, mediocres imitadores las más de las veces.
Hoy, en su género, ningún pintor que yo conozca llega al virtuosismo de Fernando Rivero, y no es extraño pues que su obra protagonice estilísticamente grandes colecciones museográficas y privadas, de EE.UU. principalmente (país tan vanguardizado por la escuela neoyorquina que necesita, para corroborarse en el mundo de las cosas, volver a una pintura como ésta, hecha de fervor vital y de memoria entrañable). Decía Eugenio D’Ors que nadie sabe lo que hay dentro de un minué. Nadie sabe tampoco todo lo que hay dentro de un cuadro de Fernando Rivero".
Francisco Prados de la Plaza escribe que "no es el sólo lograr el parecido, es crear una nueva versión de la realidad. Presentar, como presenta Fernando Rivero, una ilusión, de realidad, ilusión firme que no se desmorona ni aún sometiendo el cuadro a las más rigurosas observaciones con ayuda de lentes y lupas. Es entonces, tras esa prueba curiosa, cuando se descubre que Fernando Rivero es un sobresaliente en este arte del realismo más exigente. Es la captación plena del detalle, plasmado con un oficio que convence, tras que el existe un técnica muy matizada y personal, porque naciendo del dominio común que la técnica de la pintura impone, se ve además enriquecido y personalizado en el caso de que se trate".

Fernando Rivero: La Voz de las Cosas
por Pedro Brosa Ballesteros 
Coleccionista de Arte/ Abogado (1985)
Si fuera posible concebir el bodegón ideal, por mi parte, me gustaría ver conjugada en una misma obra la sobriedad temática española del siglo XVII con el preciosismo sensual y delicado de los grandes maestros del género del barroco holandés y flamenco y el cromatismo italiano del seiscientos. Todo ello enfocado bajo un suave "trompe L´oeil que tan sabiamente practicaron los bodegonistas franceses de la misma época.
¿Cabe esperar este resultado? Y si fuera posible, ¿se desnaturalizaría el encanto propio de cada una de las escuelas?
Tal vez sin haberse formulado la pregunta, Fernando Rivero nos ha dado la respuesta. Sí, es posible. Tan posible, que el bodegón ideal ha surgido de sus manos precisamente como el bodegón real. Y los diferentes encantos se suman en su obra sin anularse unos a otros.
La obra de Rivero traslada a nuestros días los grandes aciertos del mejor bodegón surgido durante el siglo de oro de la pintura europea. En un prodigio de equilibrio podemos descubrir armonizados, la simplicidad temática de Zurbarán, la finura y el preciosismo de un Osias Beert o de un Claesz Heda, la luz cromática de Caravaggio y la pupila brillante de Baugin.
Y de todo ello al servicio de la humildad radiante de las cosas.
Se ha dicho demasiadas veces que el bodegón es un género menor de la pintura. Naturalezas muertas frente a las exaltaciones vivas. Históricamente, obras de simple ornato y complemento de palacios o mansiones. Jamás se presentan como obras de ambición. Y sin embargo, han suscitado siempre las delicias de los amantes del arte.
Yo no comparto la minusvaloración de este género. Afortunadamente asistimos hoy a un acusado renacimiento en el aprecio del bodegón. Además de los especialistas, todos los grandes maestros lo incluyeron en su obra de una forma u otra. Velázquez, Rembrandt, Goya, Zurbarán, Caravaggio, Veermer de Delft... pintaron soberbios bodegones. Todos ellos supieron dignificar con su paleta el encanto callado de las cosas... No hay género menor. El bodegón es importante, porque la maravilla de la pintura jamás podría circunscribirse a un tema. Pintar la voz de las cosas posiblemente requiera, incluso, más maestría que arrebatar desde el lienzo la emoción de las personas.
Y en el caso de Rivero es evidente que estamos ante un gran maestro del género, sobre todo ante un gran pintor.
Quiero fundamentar en seguida tan osada rotundidad de juicio.
Rivero no es un bodegonista normal ni admite los encasillamientos conceptuales tan en boga, porque no busca afirmar su personalidad a través de distorsiones efectistas ni exageraciones hiperrealistas. Tampoco se culmina a sí mismo en un puro prodigio técnico, ni debemos considerarle únicamente un simple cronista de las cosas. Rivero pinta la realidad, con toda la sencillez y con toda la hondura y riqueza de matices que ello supone. Pero niego que su obra sea mera copia o fotografía de esta realidad, ni tampoco efectismo o interpretación sofisticada. Esto sería quedarnos en la superficie del artista, en una visión hueca y fría de quien ha puesto dosis indigentes de amor y sabiduría en su retina y en su corazón.
Rivero hace algo mucho más difícil: ama las cosas, las elige cuidadosamente, se identifica con ellas y las recrea. Con él, lo más sencillo y lo cotidiano se eleva a nivel de categoría para deleite de los sentidos. Los objetos viven, ensimismados, en la soledad brillante del claroscuro con que los rememora, aislados de cualquier entorno, para ensalzar su presencia. Las frutas, las canicas, las tablas, los trapos, las balanzas, inician con nosotros un diálogo de complicidad. El mismo que él ha ido sosteniendo con ellos en el laborioso proceso de su recreación. Y este diálogo esta ahí, emergiendo de cada lienzo, apresado en el instante mismo de la concepción del cuadro, o de la observación fugaz del objeto.
En los lienzos de Rivero el tiempo se ha detenido. La mirada queda prendida entre el pasmo y la delicia, y el instante aquel en que las cosas fueron se perpetúa milagrosamente con todo el esplendor de su belleza. Un halo de emoción -alma del arte- transciende desde el cuadro a quien lo mire. Se comprende entonces que Rivero ha conseguido como pocos alcanzar la misión sublime del artista, aquella que, en palabras de Ortega, consiste en perpetuar lo efímero.
Si esto no es pintar ¿qué ismo puede serlo entonces? Rivero no precisa exaltaciones críticas ni dogmatismos subjetivos para acreditar su arte. Resbalarán por su obra tanto el lenguaje estéril y esotérico del halago fácil como la presunción intelectual descalificadora. Su obra permanecerá ahí, popular, directa, provocando el asombro y la emoción de quien lo contempla, porque en ella vibra un mundo que es de todos: el mundo humilde de lo banal y lo cotidiano, redescubierto y revalorizado por la pupila brillante y excepcional de nuestro artista.
El mundo de Rivero es el mundo de las frutas turgentes o manchadas, sobre el trapo viejo deshilachado o sobre las tablas rústicas de una caja de embalajes; la báscula antigua, con pesas de hierro y la cuenta de la compra; el molinillo de café: los libros raídos; las canicas sacadas de nuestra infancia; la vieja máquina de escribir con su abandono etiquetado en la casa de empeños; el papel de estaño; el botijo y la silla de anea vacía, con la labor olvidada por un instante...; el cucurucho de cacahuetes o de pipas... ¿queremos algo más simple, más enternecedor?. Sí, las flores, las primorosas flores salidas de su mano, con la misma fragancia humilde y gozosa que tenían aquellas que se le caían a Fray Luis o al mismísimo de Asís. ¡Qué riqueza de matices y colores!¡Qué caudal de observación sin que el detalle ahogue el concepto unívoco del cuadro!¡Qué perfección de dibujo y de ejecución! ¿Por qué huir de la perfección en aras de hipócritas ismos si se domina la técnica? ¡Ah, si los no académicos supieran pintar así...! ¿Y la luz? en la luz de Rivero radica gran parte del misterio y alegría de sus cosas. Uno no sabe bien si en sus cuadros la luz está recibida o emanada. Yes que ¿Sabéis? Tal vez él no lo sepa. Pero Rivero no es pintor. Sólo es poeta,"poeta de las cosas deslumbradas... tú el pincel, los lienzos tus palabras".
Y sólo una cosa más para descubrir al hombre.
Rivero tampoco es pintor de cosas. No, pinta al hombre. Sí, al hombre. Ese hombre que se escapa de su técnica está presente en sus cuadros. Su humanidad rezuma agazapada detrás de los objetos. Miradlo bien. En sus cuadros vibra el calor humano del ser que las puso ahí y vive con ellas. Dicen de su descuido o cuidado, de su hacer o de su espera, de la historia y los recuerdos apegados, del tiempo quieto o la pequeña anécdota o de la ilusión que ha de venir; del contacto de la vida que impregna de vida misma los objetos hasta darles una voz, un ente de presencia. Los cuadros de Rivero no son ya naturalezas muertas. En su arte se ha trastocado el género. El pinta naturalezas vivas.
He visto la exposición de Rivero y regreso a casa con el alma henchida de emoción y gozo. Al entrar, los muebles, las sillas, el mantel, las frutas, me sonríen. Los miro agradecidos como si los viera por primera vez. Mi mundo se ha enriquecido y mis objetos respiran callados el encanto de su existencia. Una inquietante pregunta se asienta de pronto en mi mente ¿acaso en el mundo hay alguna cosa sin alma?

A. M. Campoy , ...Todo me sorprende por su perfección, por la vida que tiene todo, por ser todo esto hijo de largas horas vocacionales, creadoras, laboriosas horas fecundas que Fernando Rivero entrega a las cosas que ama, esas flores, esos frutos, esos objetos que ya han dejado de ser lo que eran para convertirse en pintura pura. Puede que toda la "maniera grande" esté sobre todo en las cosas más sencillas y humildes, en una botella de Morandi, en un periódico de Juan Gris, en unas manzanas de Cézanne, en unos cacharros zurbaranescos, en una verdura de Sánchez Cotán, en la encendida rosa de Antonio Moro, en las cosas mínimas que pinta Fernando Rivero en el oasis madrileño de su estudio. De ellas, de las pequeñas cosas pintadas, suele ser la gloria. Las pequeñas cosas que  pintaba Chardin permanecían en la penumbra porque toda la luz cortesana la acaparaban los resplandecientes pintores de Versalles; pero, a la postre, todo aquel tiempo es el tiempo de Chardin. Muy buena parte de su tiempo será de Fernando Rivero, cuya gran hazaña es dotar, otra vez, de fresca vida al realismo, sacándolo del panteón en que lo tienen sumido los hiperrealistas, verídicos pintores de naturalezas "muertas". Las naturalezas de Fernando Rivero, por el contrario, están vivas, vivas como un cardo de Sánchez Cotán, como unos nabos de Chardin, como un puchero de Zurbarán, como la rosa Tudor de Antonio Moro...

El crítico R. Loscos escribe, con motivo de una exposición en la galería Sokoa de pinturas de Fernando Rivero: La luz resalta, hace destacar los elementos que componen la obra de Fernando Rivero. Obra que es reflejo perfecto de la realidad, una realidad que a veces aísla, deja carente de cualquier apoyatura y nos la ofrece tal cual es; unas simples uvas, unas naranjas, unas humildes brevas aparecen destacando sobre un fondo en el que conjuga un tono que acaba conduciendo a las gamas graves, profundas.
En otras ocasiones la composición adquiere una mayor complejidad, pero está siempre la obra regida por el mismo criterio; descripción plena de detalle, entrega apasionada a transmitirnos lo que le ha servido de modelo, buscando siempre la solución brillante, de manera especial cuando plasma papel plateado, que consigue reflejar con tal realidad que parece incorporado, como en increíble collage, a la obra.
También siente una especial atracción F. Rivero por determinado tipo de aparatos, como pueda ser el fotográfico, o las balanzas, que describe con perfección hiperrealista.
Forma y color se aúnan en F. Rivero, que consigue una obra muy parca, monástica casi, zurbariana en expresión, pero muy rica en contenido..

La Revista El Punto escribe: "En el equilibrio entre sombras y luces y en la combinación de colores y formas radica el «virtuosismo» de Fernando Rivero, un pintor que logra calidades altas a partir de la temática bodegón o naturaleza muerta. Porque hay en esta obra, que ahora se expone en la galería Sokoa, un meticuloso realismo que hace el efecto ilusorio —pero lo ilusorio es otra verdad— tridimensional, medido, modelado-Fernando Rivero recrea, a base de materia cromática, fondos oscuros de donde hace brotar destellos luminosos. Y sitúa en estos espacios imágenes arguméntales, enseres y frutos, que son composiciones de alta fidelidad, más sensibles a la transmisión de expresiones que avivan el recuerdo hasta alcanzar la nostalgia. Para ello cuenta con manos de virtuoso y una sensibilidad a flor de piel, que transmite hasta lograr que la obra sea mucho más que un «retrato» de cosas. Y con la experiencia de un profesional que ha recorrido el mundo ha expuesto en Madrid, Valencia, Bilbao, Vitoria…, Nueva York; tiene importantes galardones en su haber: primera medalla del Salón de Otoño de Madrid, 1980; premio excelentísimo Ayuntamiento de Madrid, 1979, y obras en diversos museos, como el de Arte Contemporáneo, de Madrid; el Provincial, de Álava, y el Camón Aznar, de Zaragoza.
Son pinturas plenas de sentido. Porque se conciben en los propósitos, se maduran, se esbozan y se acrecientan. Boceto y ordenamiento, el tema, la coloración que ambienta y proporciona temperatura y memoria. Son colores de sobriedad, el juego de blancos y negros, acción de contrarios y una pureza que extrema rigor y logra posos de aliento. Dice George W, Staempfli que «cada naturaleza muerta irradia un luminoso poder desde la profundidad de su espacio interior".

Alberto L. Rivero Cuende, hijo del pintor: En un ambiente artesano y artístico, donde convivían familiares, sobre todo cinceladores y orfebres como mi abuelo Carlos Rivero Medina, premiado en la Unión Soviética con su Premio Nacional, y en España, con el Premio Nacional de Orfebrería, "algo" tenía que "recoger" mi padre, Fernando Rivero.
Naturalista, sólo con luz natural, sin fotos, .... Un neorrealista, aunque a él no le gustaba esa definición, dio el valiente paso para vivir de la pintura.
Un trabajador incansable, que decía que a las musas había que estar allí con el pincel para atraparlas, y ya traspasarla al lienzo.
Retirado por "fuerzas mayores", y parafraseando a Bertrand Russell, creo que mi padre diría también:
ÉSTA HA SIDO MI VIDA. La he hallado digna de vivirse y con gusto volvería a vivirla si se me ofreciese la oportunidad ... Y añado yo, Alberto, "padre que yo la vida mía por ti daría"

Revista El Punto (14 de Noviembre 1991): "LA realidad es sencilla, todo obedece a una lógica, la creación es el fruto o el milagro de la armonía. Estas consideraciones vienen a cuento cuando uno contempla la pintura del madrileño Fernando Rivero, cuando observa el fondo oscuro y el motivo iluminado que surge como por encanto. Es el conjunto como ejercicio de destreza, y el detalle que revela capacidades del que manipula, con arte, la materia y le da sentido figurativo al lenguaje de los colores y a la recreación de exactitudes. Porque Fernando Rivero, que expone en estos días en la galería Sokoa, hace del dibujo similitudes y entramado, sitúa la composición, hace un equilibrio mental que posibilitará una acción de pintar plena de sentido. Desde sus cestos de mimbres, manteles y frutas, a los utensilios en uso o en desuso, balanzas y pesas, aceitera de hojalata o castillo de alambre, macetas con hortensias, cajas de maderas o barros.
Fernando Rivero pinta aquello que está en su vertical, lo que ve o siente en el hogar, la realidad cotidiana y los objetos que son memoria, trascendencia, vestigios de un mundo que ya se escapa. Pinta el hogar, espacios humanos, la labor y el primor; lo limpio y aquello que representa la estética de una sociedad con herencias, cosas sencillas y su trascendencia. Y lo hace recogiendo ese mismo espíritu; sin distorsionar nada, sin ensuciar el ambiente, poniendo atmósfera pura para que todo huela a limpieza. Tiene este autor un trayecto largo pero fácilmente reconocible. Pasos que se sintieron en sucesivos salones de otoño de Madrid, desde 1967 a 1980; en galerías y salones de España y del extranjero —Madrid, Valencia, Bilbao, Vitoria, Zarauz, Teherán, París, Nueva York—, tiene obras en colecciones públicas y priva das y en museos diversos. A Antonio M, Campoy esta obra le parece un prodigio, «todo me sorprende —dice—, por su perfección, por la vida que tiene todo, por ser todo esto hijo de largas horas vocacionales, creadoras, laboriosas horas fecundas que Fernando Rivero entrega a las cosas que ama, esas flores, esos frutos, esos objetos que ya han dejado de ser para convertirse en pintura pura..."

A.M Campoy, "La Sorpresa de la Perfección": Las cosas que más me sorprenden siempre son, aunque parezca paradójico, las más largamente miradas, las más vistas por mi, las que tengo por más sabidas. Cada vez que voy a la mar, y la conozco desde niño, me sorprende verla. Me sorprende, cuando voy casi religiosamente a visitarla, la infanta niña que llena de vida y de alegría el apesadumbrado Alcázar. No deja de sorpréndeme nunca el "rubato" del  violoncello, el trémolo de la guitarra, la noche sosegada bajo las estrellas, la rosa 'Tudor 0m0M que tiene en su mano derecha la reina María en el cuadro de Antonio Moro. Me sorprendo siempre, siempre que vengo al estudio de Fernando Rivero a ver las cosas sencillas y humildes que pinta. Nunca he podido acostumbrarme a tanta perfección. ¿Y cómo acostumbrarme a la perfección en un mundo que se obstina en olvidarla, en desestimarla? Claro que ella, la perfección, está ahí, en lo que he nombrado, en tantas cosas más, pero nuestra vida cotidiana nos las veda con sus prisas y sus mentidas necesidades. Pero hay que ir a ellas, a las cosas perfectas, siquiera por un instante, para limpiarnos los ojos en su hermosura sencilla, para recordarlas después y volver a vivir  gozosamente recordándolas. Vengo al estudio de Fernando Rivero y me sorprende la vitalidad de una flor, la casta -sí, casta- sensualidad de la naturaleza resumida en unos frutos; la extraña poesía recóndita de unos utensilios, la caricia como táctil de la madera, de los paños, de los metales familiares.

Galeria Sokoa: Rivero es un pintor pleno de calidades y de dominio de su noble oficio, que canta en cada óleo la sencilla humildad de lo pequeño. Su realismo, de raíz española, que corre paralelo al de Rubén Torreira o Cristóbal Toral, no se funde en la niebla borrosa del recuerdo ni enturbia sus perfiles con el ensueño más o menos forzado de su mundo interior. Rivero se limita a trasladar al lienzo, convertida en pintura, la realidad de las pequeñas cosas, que a fuerza de ser vistas jamás hemos mirado, y nos descubre en ellas una suave belleza que nosotros, que no somos artistas, no habíamos sabido descubrir. Pero lo que, a mi juicio, da calidad auténtica a la obra de Fernando Rivero es que esa realidad que nos ofrece no es una copia de la realidad que nos circunda, sino una inteligente, poetizada y clara «realidad pictórica». Rivero no es un artesano de los que tanto abundan dentro de este violento realismo al que ahora se apuntan todos los que no tienen nada que decir, sino un artista que interpreta, recrea y «compone» una realidad que él sabe ver.

A.M. Campoy (ABC de las Artes, Mayo de 1989): MANOS de violinista, de lapidario, de cirujano, manos de pintor (la inteligencia sensibilizada en los dedos) las manos de Fernando Rivero, que devuelven el maltratado género del bodegón a sus raíces virtuosísticas, cuando el bodegón (Brueghel de Velours, Pereda, Sánchez Cotán) era un meticuloso estudio de las calidades del natural, llenas de vida, a imagen y semejanza verdadera de las cosas, y no, como en su decadencia ocurrió, un mero asunto tratado con monótona homogeneidad. Tienen los dedos de Fernando Rivera un virtuosismo que evoca el de los holandeses de la manera precisa (localizable en cualquier centímetro del retrato de María Tudor, de Antonio Moro), el de los miniaturistas esencialmente pintores, como Samuel Cooper. El experto George W. Staempfli, cuya galería neoyorquina cita a muchos de los maestros contemporáneos del realismo, dice que las naturalezas muertas de Fernando Rivera «forman parte de siglos de vieja tradición, que empezó en el siglo XVII con Caravaggio hasta alcanzar su máximo desarrollo con Baugin, Velázquez y Zurbarán». Para Staempfli, Rivero, aunque de fuerte sabor realista español, rememora más bien a los italianos y flamencos del XVII-XVIII.  Hemos citado a Samuel Cooper (1609-72), artista que elevó la miniatura a plena obra pictórica. Si con una lente se aumentara el tamaño de una obra de Cooper hasta alcanzar el de las de Van Dyck parecerían haber sido pintadas realmente en nuevas dimensiones-, y añade Walpole: Si se pudiera realizar esta operación con su retrato de Cromwell, me parece que las obras de Van Dyck perderían en la comparación buena parte de su grandeza. Si comparásemos los bodegones de Femando Rivero con los máximos representantes del nuevo realismo español, la obra de Rivero prevalecería sobre todas. He aquí, también, una muestra ejemplar de la oposición del gran oficio a la improvisación. Y como es tan desacostumbrada una obra así, su exactitud y viveza naturalista resulta poco menos que surreal.

Antonio Manuel Campoy, escribe: He aquí una obra que se plantea, desde la pintura, el testimonio de lo cotidiano; pero de lo cotidiano en su versión menos espectacular, en su verdad más sencilla: la verdad de un bodegón de Zurbarán frente a una alegoría de Pereda (o un violín rodeado de viejos modelos, como en W. M. Hamett, frente a las alegorías de Thomas Eakíns). La característica más sutil, más definitiva por tanto, del realismo nuevo es esa: elegir entre los datos de lo cotidiano aquellos que se dirían menos significativos; menos retóricos, para decirlo con claridad. Cristóbal Toral, Antonio López, María Muñoz, Eufemiano, Carmen Laffon, Eduardo Naranjo —Fernando Rivero con ellos, con cuanto al crearlo así se apuesta por su pintura—, los maestros del nuevo realismo español, se han propuesto como objetivo de su estética el redescubrimiento de los testimonios más simples de nuestro vivir de cada día: unas maletas, unas nueces, una cama, la máquina de coser...
No se trata de objetivar la realidad (eso es, en su versión menos inteligente, el «trompe l'oeil), aunque los elementos en que la realidad se ofrece aparezcan literales. Se trata más bien de dar testimonio de ello; unas veces presentándolo tal y como parece, otras veces disponiéndola de manera que resulte imaginada, recreada (como ocurre en Abuja, en Asunción Molina, en Góngora). Femando Rivero, de acuerdo con la poética del nuevo realismo, compone su testimonio con datos insignificantes (insignificantes se dirían, también, los cacharros de Zurbarán puestos al lado de una lujosa alegoría de Rubens, y allá cada cual con su idea de la pintura). Rivero conforma su obra con datos tomados de su derredor menos complicado, más sencillo. Con ellos organiza su testimonio, y a través de ellos nos comunica ésta que hay que llamar emoción de las cosas cotidianas. No es nada nuevo: mucho antes, Chardin, desde su cocina, pudo convencernos más que Rigaud en su opulento Versalles.
Hay aquí, claro que sí, lo que antiguamente se entendía por estudio de calidades (la propiedad plástica inherente a cada cosa pintada), pero el objeto final del cuadro no es ése (con ser ése, otra vez, importantísimo, visto sobre todo como una recuperación del oficio expresivo). Las uvas, la vieja máquina de coser, el reloj, la llave, la herradura, las naranjas, en fin, se dotan de su exacta apariencia visual; pero su confundible «trompe l'oeil», lejos de ser un fin en sí mismo —como ocurría en el realismo del XIX—, no es más que el camino que conduce a la aprehensión de la realidad, a su testimonio. Los datos elegidos pueden ser irrelevantes (pueden serio intencionadamente), y ello es así para que sirvan de contraste con la otra realidad, con la faz más polémica de lo cotidiano. Se diría que estamos ante un exilio voluntario: un dar la espalda al grito de cada día, entendiendo aquí —en el nuevo realismo— como lo más pasajero. Se trata, ahondando en la mirada, de una ascética. La ascética que salvará a nuestra época se anticipa, como tantas veces ocurrió, en los presentimientos del artista. Estas voces del silencio (todas las composiciones de nuevo realismo nacen del silencio y en silencio se corroboran) pueden llegar más lejos que cualquier algarabía. Femando Rivero está en ese camino.